BARBIANA O EL REGRESO AL FUTURO
He vuelto a Barbiana este verano, con mis amigos milanianos de Salamanca. A Barbiana hay que ir así, con amigos. He vuelto, digo, casi veinticinco años después de aquel primer viaje que hice en 1988, el 14 de diciembre, con ocho amigos también, de Salamanca, en la furgoneta de “la Milani”, precisamente el día de la primera gran huelga general que le hacíamos a Felipe González, en el 2º gobierno socialista, cuando la reconversión industrial, el paro, la inflación, las promesas incumplidas, el terrorismo y la corrupción empezaban a hartar a un pueblo cabreado y decepcionado, que seis años antes, con gran ilusión, votó mayoritariamente por el anhelado cambio y le entregó su voluntad como quien confía plenamente en un buen amigo. Pero el desencanto no tardó en llegar.
De no haber muerto ya, en 1967, a la temprana edad de 44 años, Lorenzo Milani habría cumplido, el pasado 27 de mayo, 90 años. Imaginar lo que hubiese sido su evolución como sacerdote y maestro, se me hace un esfuerzo inútil. Mera especulación. Aunque, supongo, sin entrar en profundidades, que seguiría siendo una persona vitalista, conectada con la realidad de su tiempo, comprometida, coherente, observadora y muy crítica con todo lo que aconteciera a su alrededor, desde todos los puntos de vista posibles, incluso el medioambiental, que es, a parte de los demás, lo que ahora toca.
Hay viajes de iniciación y otros, digamos, de confirmación. Este último ha sido algo así para mí. No soy nada mitómano y la sublimación excesiva de los personajes ilustres o célebres me molesta. Algunos, incluso, hasta me caen mal, porque se presentan (o los presentan) como modelos a imitar y eso es, además de ridículo, imposible. Podemos (y debemos) aprender los valores que nos enseñaron y practicaron en vida, pero no imitar sus actitudes, estilos, formas, gustos, manías, costumbres, etc. Intentarlo resulta, sencillamente, patético. Una absurda impostura.
Es curioso, a diferencia de lo que suele ocurrir cuando se visitan lugares históricos, emblemáticos, simbólicos, monumentos o museos, que parece percibirse la atmósfera del pasado y el movimiento fantasmagórico de los personajes de una época más o menos lejana, no he notado anacronismo alguno en la escuela de Barbiana, ni entonces ni ahora. Sí lo he sentido en quienes se empeñan en mantener vivo lo que murió, lo que fue y no volverá a ser, sin menoscabo de conservar su indiscutible valor, para que no se olvide y sirva de referencia a las futuras generaciones. Ese peso –como una aplastante losa- sobre las personas que conocieron y vivieron dicho pasado, puede impedir la natural evolución y el necesario crecimiento hacia el presente y el futuro, donde lo que importa es aprovechar el legado pedagógico de aquella escuela singular e irrepetible, como un inagotable tesoro que no se guarda y custodia con temor a su profanación, sino que se abre y expande generosamente a los nuevos tiempos.
Barbiana está ahora “viva” en Lampedusa, por ejemplo, símbolo inequívoco de la tragedia de la inmigración, del rechazo a los “últimos”, a los más desheredados, a los pobres de solemnidad, y del horror provocado por ese primer mundo que, en su ciego egoísmo, da la espalda a quienes antes ha esquilmado lo poco que tenían, o les ha impedido desarrollarse a su modo, como oportunamente ha criticado con gran indignación el Papa Francisco. Y está viva en todas las escuelas y hospitales que sufren los injustos recortes de una crisis económica y moral ocasionada por la codicia insaciable de banqueros, políticos corruptos, empresarios sin escrúpulos, y un descontrolado capitalismo salvaje, cuyas dolorosas consecuencias son irreversibles y difícilmente reparables.
Barbiana simboliza hoy, como siempre y tal vez más que nunca, la esperanza y la lucha contra la injusticia, la ignorancia, la incultura y la desigualdad lacerante e insoportable de un mundo decadente que, en los albores del nuevo siglo, se empeña en repetir los errores y horrores del siglo anterior, sin que se vislumbre un nuevo amanecer de entendimiento y concordia entre los pueblos. Es, en fin, el símbolo universal de una escuela alternativa con vocación pública como ninguna, donde los más desfavorecidos, los últimos, son los primeros y más preferidos.
Volver a Barbiana ha sido esta vez, para mí, como regresar a un futuro donde sus claves pedagógicas no han perdido un ápice de vigencia, sino que están “vivitas y coleando”, como las sardinas recién pescadas del mar, que cantaba de madrugada la pescadera por las calles del barrio antiguo salmantino, cuando yo era un chavalín.
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