Mi clase particular
Hace muchos años, en febrero de 1990, publiqué en los dos periódicos locales de Salamanca, El Adelanto (ya desaparecido) y La Gaceta, un artículo titulado ¿A quién favorece la jornada única? que provocó cierto revuelo y malestar entre el profesorado de la provincia. Se debatía entonces esta cuestión de la jornada escolar y se iba extendiendo la reivindicación sindical de lograr lo que yo llamaba despectivamente el “horario de oficina”, o sea, de 9 a 14 horas. Nunca me han convencido –ni me acaban de convencer hoy día- los argumentos pedagógicos y familiares de quienes propugnaban la jornada única o continua frente a la partida de siempre, la de mañana y tarde. Y para el medio rural, donde yo ejercía, menos aún. Al principio hubo bastante rechazo a la misma por parte de los padres, que consideraban –aún hoy- una exigencia laboral del profesorado de enseñanza primaria -el cual aspiraba legítimamente a la misma jornada que el de secundaria- adobada de razones más que discutibles. En el fondo, se trataba del descontento. Ese al que se refieren los alumnos de Barbiana en Carta a una maestra (p. 88): “Os ha cansado el descontento, no las horas”. Sin embargo, la jornada única se fue imponiendo en todo el Estado, incluso en el sector de los padres, que vieron por un lado, una solución a la llamada conciliación familiar, y en otros, los que podían, la posibilidad de mandar por las tardes a sus hijos a clases particulares de diversa índole: inglés, recuperaciones, yudo, música, ballet… si la oferta extraescolar de los colegios no les satisfacía plenamente.
En mi colegio actual, como en los demás, también tenemos la jornada única. Y procuramos ofrecer variadas e interesantes actividades formativas todas las tardes de la semana, mientras los padres se liberan de sus hijos durante un par de horas. Pero es una pelea continua. La idea de tenerlos guardados y entretenidos me espanta. Para eso está ya, suelo espetar cuando me enfado, la mala televisión, con todos sus deplorables canales iguales. Aquí, de horas perdidas y pasatiempos, nada. Ahí no me pillan, me dije un día. Hasta que me cansé y propuse mi clase particular: el taller de escritura. Y mira por donde es de las horas más gratificantes y aprovechadas de todas las que paso en el colegio. Lectura, ortografía, vocabulario, diccionario, sintaxis, escritura, redacciones, cartas… ¡Y los chavales no se cansan! ¿Quién dijo eso? Así que releyendo el nº 63 de Educar(NOS), “Redoblar la escuela”, me reafirmo en la necesidad de ofrecer más y mejor escuela a quienes más la necesitan. Que los otros, los que no la necesitan tanto, tienen otras alternativas para no perder el tiempo por la calle, ociosos, o tragando la mala tele.
- blog de Alfonso Díez
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Comentarios
2 comments postedEl otro día he leído una entrevista a un pediatra que sabe mucho de los chavales hasta incluida la adolescencia, y decía que el abuso de las tecnologías perjudica la memoria, y el razonamiento. Tal como están las cosas, me parece a mí, el abuso debe de ser algo frecuente, más que ocasional. Pues bien, le preguntaba el periodista qué antídoto había para eso, y él decía que había que incidir en la lectura. No explicaba la relación entre el desarrollo de la lectura (y la escritura, supongo) y la recuperación de la memoria, ni tampoco se explicaba en el artículo cómo un médico puede ponerse a hablar de lectura -un concepto educacional, no médico, en principio- en una entrevista de pediatría; el caso es que decía eso, y me llamó la atención y pienso que sí, que el trabajo con el lenguaje, apoyado tal vez hoy -por qué no- con algunas tecnologías (cámara de documentos, tratamiento de texto, cinefórum-, puede contrarrestar la reducción de la empatía y del intelecto a que están expuestos los chavales. Me parece además, viendo que Alfonso menciona el diccionario junto a otros elementos del lenguaje, que no es lo mismo usar diccionarios o enciclopedias de toda la vida, que usar diccionarios on-line, pues éstos adolecen del mismo defecto del que suelen adolecer las tecnologías de hoy, y es que sólo te focalizan la atención hacia el término que buscas, como quien compra y consume algo -lo que de antemano le interesa e iba a buscar- en un supermercado, mientras que el jugar con el aluvión de páginas que supone un diccionario, te posibilita el encuentro, por el camino, con cosas que son parecidas, y aun otras que no lo son, y a las que puede dirigirse tu atención y curiosidad, y así se acaba haciendo la cultura general. Que, como decía una madre de mi colegio, "es bueno saber de todo".
Me parece interesante.