Botones de muestra Héroes Sonrisas espontáneas y abiertas; miradas limpias, serenas, inteligentes,vivas y, sobre todo, valientes. Son niños. Niños prematuramente maduros, que conocen bien las dificultades de la vida y el valor real, no retórico, del esfuerzo. Niños que derrochan alegría, vitalidad y, sobre todo, dignidad. Niños, en fin, que inspiran profundo respeto y admiración. No hay vergüenza ni timidez en sus ojos y semblantes. La necesidad imperiosa no les da tregua para pensárselo dos veces o para democráticos repartos de papeles. Actúan, porque hay que ayudar, porque hay que echar manos, porque hay que salir adelante en busca de una vida mejor. Y sus manos son importantes no tanto para el bienestar familiar cuanto para su educación y futuro. Por eso sueñan y luchan. Y el resto de la familia, padres, abuelos y hermanos mayores se vuelcan en ayudarlos, en estimularlos, en alentarlos, en avisarles de los peligros, en hacerlos responsables y cautos. Por eso no conocen el victimismo, los complejos ni la desesperación. Son maestros precoces de la vida y sus retos. Así que no es extraño que rían en medio de sus enormes carencias materiales. Pero son niños con sueños e ilusiones también, como todos. Sin embargo, sus sueños son diferentes. Nada que ver con los de emular alas figuras deportivas o musicales de moda. Sueñan con ideales sencillos, nobles y altos, asentados en valores firmes; no con ídolos. El sueño tan elemental como el de ir a la escuela y no llegar tarde, porque la educación es lo más importante y no hay tiempo que perder (“¿Vamos a perdernos la clase?”, dice uno de los niños, animando a sus hermanos, que afrontan con coraje las duras adversidadesdel camino hacia la escuela). Me refiero a los cuatro protagonistas de “Camino a la escuela”, Jackson, 11 años, Kenia; Zahira, 12 años, Marruecos, Carlos, 11 años, Argentina, y Samuel, 13 años, India, la espléndida y emotiva película-documental del cineasta francés Pascal Plisson, que Corzo nos recomendaba recientemente. Cuatro hermosas e impactantes historias de auténticos héroes, que no dejan a nadie indiferente y nos obligan a reflexionar sobre nuestras realidades, tan diferentes. El sueño de aprender para llegar a ser útiles y solidarios. O sea, auténticas buenas personas. Como don Milani, sesenta años atrás, que inculcaba lo mismo a sus alumnos en la escuela de Barbiana, cuatro casas perdidas en la montaña florentina: “Llegar a ser soberanos” (Carta a una maestra, p. 89). Sin embargo, por aquí, en nuestro decadente mundo occidental, nuestras leyes educativas, encarnadas ahora en la reciente y disparatada LOMCE, hablan de competencia, excelencia y competitividad. Quieren que los niños, desde el parvulario, sean emprendedores y economistas. Es decir, arribistas a los diez o doce años, aprendices del “sálvese quien pueda” para abrirse camino a base de codazos o empujones en la jungla de la vida, donde sólo ganan los rufianes o los más privilegiados que, de partida, salen en condiciones más favorables. Los demás irán abandonando, por desmotivación o falta de oportunidades, engrosando las bolsas de marginalidad –inevitable efecto colateral, se diría- dejándoles a aquéllos el camino despejado hacia la meta. Decía que la película no deja a nadie indiferente. Me equivocaba: excepto a los políticos indecentes, ciegos y sordos, que están acabando con la educación pública y universal para todos. Alfonso Díez
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