Pensar y ser versus recetas pedagógicas

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  • Alfonso Díez
Posted: Dom, 2019-11-03 18:31

Pensar y ser versus recetas pedagógicas

"No se aprende Filosofía, sino a filosofar" (E. Kant)

Como ya sabemos, cuando le preguntaban qué método utilizaba para dar escuela, don Milani -el maestro de Barbiana- respondía a sus interlocutores que equivocaban la pregunta, porque -decía- no se trata de cómo hay que hacer para ser maestro, sino de cómo hay que ser. Esto viene a colación porque en las actividades de formación del profesorado se observa una insistente demanda de lo que podríamos llamar "recetas didácticas", dentro, a su vez, de los numerosos "cursos a la carta" que se ofrecen por doquier.

Hay un equivocado afán -por un pragmatismo mal entendido- de conseguir cuanto antes, por la vía más rápida posible, las herramientas didácticas, cual fórmulas mágicas, necesarias para no se sabe bien qué, pero utilizando "atajos" que lleven fácil e inmediatamente a la meta deseada y sin demoras. Algo muy propio, por otro lado, de lo que se estila habitualmente en muchos otros órdenes de la vida. Lo que, a menudo, implica "saltarse" etapas necesarias para madurar y reflexionar sobre el proceso de cualquier actuación pedagógica. Así que, más pronto que tarde se cae en uno de los vicios docentes más perniciosos: el mecanicismo pedagógico, por el que las cosas acaban haciéndose sin sentido ni finalidad alguna, buscando únicamente el resultado final. O sea, dar carpetazo al asunto, que quede registrado, pasar página. Y a otra cosa, mariposa.

La prisa en definitiva, es quien domina, y la que impide dar tiempo al tiempo a los acontecimientos, a las cosas y a sus procesos naturales, mediante el cual éstas adquieren el poso necesario para su adecuado desarrollo, lo cual fuerza a la prioritaria consecución de resultados a corto plazo, olvidando el sentido y la finalidad de lo que se realiza. Pero ni siquiera las recetas por antonomasia, las culinarias, hay que creérselas al cien por cien, ya que, frecuentemente, y a pesar de seguir escrupulosamente sus instrucciones, fallan. O fallamos nosotros al aplicarlas. Es decir, no basta con seguir paso a paso lo que nos dicen, ya que, a menudo, intervienen otras variables que hacen posible o no el éxito del plato que queremos cocinar: la calidad de los ingredientes, la experiencia, la habilidad en su aplicación, la imaginación, el apetito, la motivación...

Pues bien, si esto ocurre con las recetas de cocina, que parecen tan controlables, qué no ocurrirá con los métodos pedagógicos, esas otras recetas a las que muchos docentes son tan aficionados, pero que, tantas veces, a la hora de la verdad, nos abandonan o se nos caen de las manos. Porque, entre otras cosas, nuestros alumnos y las situaciones pedagógicas que a diario se viven en las aulas no responden a los modelos estandarizados que se estudian en los manuales o se despachan en cursillos acelerados.

Afortunadamente, la realidad es más diversa e interesante. Sin embargo, cuando reinventamos el método, recreándolo y haciéndolo nuestro, porque hemos escudriñado en lo que hay detrás de él, identificándonos con el mensaje y la riqueza pedagógica que atesora e imprimiéndole después nuestra personal impronta, entonces adquiere su verdadero sentido y se pone a nuestro servicio, no al contrario. En el fondo nos estamos refiriendo a la educación de los educadores, o lo que es lo mismo, a la formación del profesorado.

Nada es neutral ni totalmente aséptico. Detrás de cada metodología, innovadora o no, hay unas intenciones y un determinado concepto sobre la educación que se ponen al servicio del sistema establecido o al de un modelo sociopolítico que pretende la transformación social y del individuo. Por tanto, no sólo es una cuestión de cómo hacer, sino de por qué o para qué hacer y de cómo ser. Nuevamente, estamos hablando del educador, de la persona que se embarca en la apasionante y valerosa tarea de educar. Fomentar el pensar bien; o sea, correctamente, con claridad, conocimiento, rigurosidad y criterio, y por uno mismo, es un objetivo esencial de la enseñanza en cualquier nivel educativo, de forma graduada, desde el infantil al universitario. Lo importante es enseñar a razonar, creando en la clase un clima favorable que permita la libertad de pensar, para aprender así a argumentar y a distinguir, por ejemplo, las buenas de las malas razones, los pensamientos claros de los confusos, la verdad de la mentira, la bondad de la maldad, la realidad de la fantasía, los hechos objetivos de las meras opiniones, la certeza de la equivocación, la esencia de la apariencia, el conocimiento de la ignorancia, lo importante de lo banal, lo necesario de lo superfluo, la sinceridad de la hipocresía, etc.

Y esto cómo lo podemos hacer: principalmente, desde el análisis de la realidad, que nos provoca y nos obliga a ver, a través de la observación, la investigación, el diálogo y la reflexión, procesos que nos facilitarán el entendimiento clarificador del mundo en que vivimos, de las claves que lo caracterizan y de las cuestiones fundamentales que nos tocan de cerca. En definitiva, filosofando.

Sin duda, la escuela, el colegio o el instituto son los lugares idóneos para aprender a filosofar en este sentido, practicando a diario la estimulante gimnasia mental del razonamiento como habilidad primordial, porque, en definitiva, aprender a pensar es aprender a convivir y a ser persona. Aún más, es una ineludible obligación de todo sistema educativo que pretenda formar ciudadanos libres, competentes, solidarios y responsables. Desgraciadamente, no es fácil encontrar esa posibilidad en otros medios. La familia puede ser uno de ellos -y lo es en muchos casos-, pero no siempre está preparada ni dispuesta para ello. La calle, la televisión, el cine, las relaciones, los espectáculos, los viajes, la exposición a innumerables e insospechadas influencias,... De una manera o de otra y en mayor o menor medida, todo ello requiere, precisamente, de ese aprendizaje previo, que no proporcionan sistematizado, para poder caminar entre ellos con ciertas garantías de seguridad y de libertad, para desenvolverse óptimamente en la selva mediática que representan: la caverna actual.

Aprender a pensar nos hace conscientes de la realidad virtual que hoy se nos vende, de ese espejismo en el que a menudo vivimos. Nos ayuda a no caer en él o a salir de sus redes, alertando de sus peligros sin que nos maten como al mensajero que trae noticias indeseables. Al fin y al cabo, pensar y educar así ha sido, desde siempre, una actividad arriesgada. Pero también, evidentemente, el motor que hace progresar a la humanidad. Y, por supuesto, fuente de las más íntimas y gratificantes satisfacciones.