REDACCIONES
Las leyes educativas se han preocupado especialmente, como no podía ser de otro modo, del aprendizaje de la lectoescritura. Primera y fundamental regla escolar. Así hay métodos para todos los gustos: fonéticos, silábicos, globales, constructivistas, de palabras generadoras… Y una vez adquirido el mecanismo lector, los planes de refuerzo, consolidación y fomento de la lectura abundan por doquier en los diversos programas escolares como vía de acceso al dominio del lenguaje, al conocimiento en general, a la comprensión de textos y al manejo eficaz de las palabras. Todo un mundo fascinante, ilimitado e inagotable. El del lenguaje, el mayor invento del ser humano, en el que podemos imaginar la lengua como un frondoso árbol cuyo fruto es la palabra. Sin embargo no ha ocurrido así con la escritura, con la redacción, que, generalmente, se ha reducido a la caligrafía y la ortografía.
Pero los métodos didácticos no andan a cuatro patas, suelen cojear, ni son, afortunadamente, recetas infalibles que con aplicarlas al pie de la letra se consigue el resultado deseado, sino que su eficacia depende más de quien los haga suyos, los sepa utilizar oportuna y adecuadamente, darle su impronta y mejorarlos con la práctica. Es decir, tanto en la lectura como en la escritura la mejor forma de enseñarlas y aprenderlas es practicándolas juntos, lo cual implica que el maestro ha de ser un buen lector y un correcto escritor. Por ejemplo, los mencionados planes de fomento de la lectura, por muy buenos y atractivos que parezcan sobre el papel, no mejorarán los pobres datos sobre la compresión lectora y la expresión oral y escrita si en clase no se lee, analiza, discute, investiga y se escribe más, pero sin prisas. Los alumnos de Milani lo tenían claro: «En Barbiana había aprendido que las reglas de la escritura son: Tener algo importante que decir y que sea útil para todos o para muchos. Saber a quién se escribe. Recoger todo lo que viene bien. Buscarle un orden lógico. Eliminar todas las palabras inútiles. Eliminar todas las palabras que no usemos al hablar. No ponerse límites» (Carta a una maestra, Hogar del Libro, 1982, p.28).
Por el contrario se ha priorizado la gramática, especialmente los complicados análisis morfológico-sintácticos que en la Educación Primaria, incluso en la ESO, resultan incomprensibles y áridos, totalmente desmotivadores. Que se obligue a un alumno de 12 o 14 años a distinguir con precisión términos como fonema, monema, lexema, proposición, sintagma, etc., y su función metalingüística, cuando está empezando a conocer su lengua, a enriquecer su vocabulario, a utilizarlo con propiedad, a disfrutar de ella, es poner el carro delante de los bueyes. Incomprensible, pero se sigue haciendo. Y sí, a fuerza de analizar oraciones simples y compuestas, más que nada para aprobar el examen, el alumnado –y no todos- acaba por cogerle el “tranquillo” a la cosa, pero sin saber su porqué y para qué, lo que olvidará más pronto que tarde. Pero ¿habrá aprendido a escribir una carta decente, a expresarse con claridad y corrección? Así que los alumnos pasan al Bachillerato y a la Universidad, y las quejas son ya tópicas: «¡Vienen sin saber expresarse ni escribir un texto coherente, con las palabras adecuadas y sin faltas de ortografía!».
Hay una razón oculta en toda esta didáctica tramposa, común en muchas otras asignaturas o materias: que es más fácil enseñar la receta que ponerse a elaborar el producto in situ. Y en el caso que nos ocupa, analizar pormenorizadamente una oración o frase hasta descomponerla en sus más simples unidades es más sencillo o menos comprometido que ponerse a escribir con los chicos, documentándose previamente, dialogando, discutiendo, argumentando, buscando las palabras más adecuadas, las mejores, y a ver qué sale. ¡Cuánto tiempo perdido en inútiles conceptos abstractos, propios de estudios superiores, que se debería dedicar a conocer y utilizar las palabras adecuadamente, con rigor, diccionario en mano, a precisar las ideas, a darles unidad y sentido, y, en fin, a redactar pacientemente un texto que interese y merezca la pena!
Pero no; porque lo primero sólo exige saberse la teoría y aplicarla ciegamente, cual fórmula matemática, aunque no se sepa a ciencia cierta con qué finalidad ni por qué hacerlo así y no de otra manera. O sea, sin asumir riesgos ni complicarse, y con el libro de texto como apoyo fundamental. Es decir, como quien se tira a una piscina donde sabe que hace pie y con salvavidas por si acaso, mientras que lo segundo implica lanzarse al agua desprotegido y sin conocer la profundidad. Siguiendo con este símil, lo cierto es que las didácticas a menudo se parecen más a un manual de instrucciones del tipo “Cómo aprender a nadar encima de una mesa. La natación: origen, historia, modalidades, estilos, deporte y competición, etc.”. Mucha teoría y poca práctica. Así que, lo de tirarse a la piscina, que es lo importante, es otra historia.
Qué distinto, en este sentido, el reciente número 90 de Educar(NOS) dedicado a las REDACCIONES –excelente y laborioso botón de muestra; ilustrativo e indispensable para lo que venimos sosteniendo- el cual nos deja claro que es posible y necesario enseñar a redactar en la escuela y si se hace juntos, colectivamente, mucho mejor. Lo aprendimos de Lorenzo Milani y sus alumnos en la carta porque: «Hay una materia que ni siquiera tenéis en el programa: el arte de escribir. (…) No se lo habéis enseñado nunca, ni siquiera creéis que se pueda enseñar, no aceptáis las reglas objetivas del arte, os habéis quedado en el individualismo del siglo pasado. (…) El arte de escribir se enseña como cualquiera de las demás artes» (o.c., pp.124-126). Pues eso.
- blog de Alfonso Díez
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Comentarios
1 comment postedBuen artículo, Alfonso.
Parecen mentira no pocas rarezas de la escuela, como la obsesión por la gramática que señalas, que tantísimo abarca en la enseñanza de la lengua (no digamos en los idiomas). Es tan extendida en el tiempo y en la geografía que es fácil llegar a pensar que será así lo lógico y correcto, pero no, esta claro que es empezar la casa por el tejado.